«Her» y la desdicha del soliloquio que no acaba (I)
Creo haber leído en algún lado,
aunque temo no ser capaz de recordar con exactitud dónde, que las buenas
películas no existen, tan solo aquellas que dejan marca; sin embargo, tras una
serie de reflexiones, uno llega a la conclusión de que todas esas pelis que
marcan lo hacen porque son buenas, y si son buenas es por algo. Y ese algo, que
se puede diseccionar y sobre el que se debe debatir, es lo que voy a intentar
tratar hoy en el análisis de una película que, además de encantarme (incluidas
todas las acepciones del término), me ha marcado: Her.
Estrenada en 2013, y con Spike
Jonze como director y un increíble Joaquin Phoenix como actor principal, este
filme nos presenta una premisa que de por sí da mucho que pensar y que parece
sacada de las mejores novelas de ciencia ficción: ¿y si un humano se enamorase
de una inteligencia artificial? Como ya he dicho, la pregunta de por sí abre un
debate antropológico de proporciones considerables (¿qué tipo de sociedad
tendríamos? ¿cuál es el límite de lo humano? ¿qué define el amor? ¿hacia dónde
iríamos como especie? etc.) No obstante, si algo se puede decir de Her es que no solo la idea es buena,
sino que la ejecución y la puesta en escena también son de lo mejorcito que ha
dado el cine de los últimos años (que yo haya visto, por supuesto). La película
despliega toda una serie de símbolos, elementos estéticos y recursos narrativos
que la han convertido, para mí, en una verdadera joya audiovisual, y es esta
serie de cuestiones que voy a intentar analizar en esta entrada.
Desde el mismísimo comienzo de la
película, justo antes de que aparezca imagen alguna, Spike Jonze nos da una
información que para mí es clave para comprender a Theodore, el protagonista.
Es durante esos segundos de pantalla en negro, de vacío total, cuando
escuchamos una especie de cacofonía, un sonido artificial, frío, insensible,
como la vibración de un teléfono que se prolonga al no haber respuesta, como un
eco que se repite al infinito, como un soliloquio que no acaba. Lo más sensato
sería achacar la presencia de esta primera experiencia sensorial que nos ofrece
la película al importante rol que juega la tecnología en la historia. Sin
embargo, y a pesar de que probablemente sea así, esa cacofonía también nos
habla, y, a mi juicio, de manera muy clara, de la situación de Theodore, de lo
que le ocurre y de la característica que lo define a él y explica la razón de
ser de sus necesidades y ambiciones: el soliloquio de su soledad. Por su cabeza
ronda todo el rato la misma idea, el mismo sentimiento, las mismas palabras,
sin que nadie le responda, sin que nadie le escuche, como esa cacofonía del
principio, que no dice nada, pero que está ahí, carcomiendo la conciencia, y es
el rigor de este cautiverio mental el eje vertebrador de Theodore: el problema
no es que se encuentre solo, sino que se siente solo y sin siquiera la
posibilidad de pedir ayuda, y esto va a hacer que arranque la historia.
La
primera imagen que tenemos de él es un primerísimo plano. Este primer plano,
junto con las tiernas palabras que dice Theodore, parece que va a adentrarnos
en su intimidad y que ahora mismo se halla en un momento dulce, privado, suyo;
pero poco a poco la cámara se aleja y nos damos cuenta de que no es así. El
trabajo de Theodore es escribir letras para otros, y esas palabras tan melosas
que salen de su boca, en cierto modo, no le pertenecen, puesto que van
dirigidas a alguien que no significa nada para él, tan solo un encargo más en
una lista. Esta primera parte del filme sirve para meternos de lleno en la fría
y solitaria vida que lleva Theodore: trabajo, viajes de ida y vuelta al
trabajo, e-mails, un rato de videojuego y dormir. Vemos, además (y esto es algo
clave para comprender a Theodore), que sus encuentros con otras personas le son
incómodos, y que si se prolongan unos minutos no es porque él quiera, sino
porque la convención social así lo dicta. Por ejemplo, cuando se encuentra con
Amy y con Charles y cogen juntos el ascensor, la conversación no va a ninguna
parte, apenas hay entusiasmo en lo que dicen, y la cámara nos revela una enorme
distancia física entre ellos a pesar del poco espacio que hay en el ascensor.
En cuanto a los símbolos, esta primera
parte del filme utiliza planos que nos muestran a Theodore yendo en contra de
las masas de gente, sin mirar a nadie, absorto en el soliloquio que no acaba y
del que es víctima. Estos planos van acompañados de un silencio sepulcral o, en
ocasiones, de voces artificiales, que más que proporcionarle interacción, acentúan
el aislamiento de Theodore aún más. De la misma manera que el silencio en
pragmática puede significar muchas cosas, aquí es un símbolo más del tormento,
de ese constante murmuro que lo persigue y tortura; tanto es así, que cada vez
que Theodore habla en esta primera parte de la peli, nos resulta raro, extraño.
Esto, como ya veremos, se opone radicalmente al Theodore de la segunda mitad,
que analizaremos después. Otro aspecto que se trata a través de símbolos a
medida que se va desarrollando la historia es la sexualidad: vemos que Theodore
atraviesa una etapa en la que el sexo no está a su disposición la mayor parte
del tiempo, y cuando lo está es de forma parcial e insulsa, como muestra la
escena en la que sus encuentros se realizan a distancia y donde Theodore moldea
y transforma a su capricho los desnudos de la modelo embarazada. Esta
transformación de unas simples fotografías pone de manifiesto la necesidad
sexual de Theodore, que se conforma con lo primero que le llega, y, sobre todo,
la necesidad de poner un rostro a la persona con la que está teniendo
relaciones a distancia. Por último, la escena del videojuego es una sutil alegoría de la siuación que atraviesa Theodore: el personaje del videojuego intenta subir poco a poco una cuesta pantanosa, superar una dificultad, pero, por mucho que se esfuerce, es incapaz de conseguirlo y cae una y otra vez, frustrado y cabizbajo.
Todos estos elementos que hemos visto
hasta ahora se van acumulando e interactuando los unos con los otros a medida
que se suceden las escenas, creando así un personaje complejo y de una enorme profundidad
psicológica. No obstante, llegados a este punto, conviene analizar también una
decisión de orden estético más que narrativo y que dice tanto o más que la narración
en sí: el color y la fotografía. Escena tras escena, vemos que la sociedad en
la que vive Theodore es una sociedad que, aparentemente, no presenta problemas
sociales: las calles están limpias, todos visten bien, todos tienen ropa
perfecta, todos están ocupados, hay aparatos tecnológicos por todas partes, etc.
Sin embargo, nos parece antinatural, artificial, y esto se debe precisamente a
la ausencia de una cierta diversidad cromática en las escenas: siempre vemos espacios muy iluminados, acompañados colores vivos y cálidos que quieren reconfortarnos, decirnos
que todo va bien, decirnos que todo es transparente e ideal, pero que no lo consiguen debido a la oposición diametral
entre esos colores y lo que nos transmite Theodore: si todo va bien, ¿por qué
él no lo está? Más tarde, con todas las relaciones que se establecen entre los
humanos y las IAs nos daremos cuenta de que, efectivamente, la mayoría de las
personas tampoco están bien, pero eso lo veremos después. Curiosamente, los
pocos momentos en los que la gama cromática cambia es por la noche, en el
apartamento de Theodore. Con las luces apagadas, los colores se vuelven fríos,
y es justo en estas escenas, con estos tonos cromáticos, cuando Theodore se
muestra más vulnerable y descubrimos, a través de una sucesión de flasbacks, el porqué de su tormento y su silencio: la ruptura con
su antigua pareja.
Hasta aquí la primera parte del análisis
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