Líneas paralelas

       Aquel hombre se sentía muy solo y estaba solo. Era evidente. Podría resumir todo su día en la playa en dos o tres chapuzones, momentos de lectura interrumpidos por los gritos puntuales de los niños y unos veinte minutos de sueño poco profundo bajo el sol del verano. Siempre me han dicho que tengo la fea costumbre de mirar a la gente de manera indiscriminada, y eso me llegó a valer durante mi infancia más de un cachetón inesperado. Hasta aquel momento había intentado vivir reprimiendo esas naturales sístoles y diástoles del observador empedernido que tengo dentro, pero aquel día la tentación excedió a la represión. Cualquier cosa que hiciese aquel hombre solitario despertaba en mí un interés de proporciones abismales, y el mundo, vasto como es, se redujo durante varias horas al espacio que ocupaba él. Era como si cada gesto, cada movimiento y cada pestañeo fuesen señales encriptadas de su desamparada condición, y yo intentaba descifrar cada una de ellas y darles contenido, materia, razón de ser. Por ejemplo, aquel hombre, cuando se encontraba tumbado en la hamaca, dejaba caer una mano por uno de los lados y jugaba con la arena. Primero la acariciaba, como si se esforzase en escudriñar cada grano de arena y saber de qué parte recóndita del océano procedía; después cavaba un pequeño agujero y enterraba los dedos para, según suposiciones mías, dar con una arena más fría, desconocedora del calor del sol; y, por último, cerraba el puño con firmeza y, a medida que lo iba elevando en el aire, dejaba caer un fino riachuelo de granos dorados. Yo conocía todas las ideas que subyacían tras cada movimiento, pues soy capaz de diseccionar con meticulosidad la mente ajena y dar con un diagnóstico certero, y aquel hombre, pensé, padecía de una soledad severa; no podía caber duda alguna. Acariciaba la arena porque necesitaba sentir la suavidad de una piel foránea, incluso si esa piel solo podía tener lugar en el confín último de su imaginación; necesitaba sentir cada grano de arena como el amante que se deleita en el misticismo cutáneo de cada poro que sus labios tocan; buscaba una arena más fría porque quería dejar sepultado su hermetismo vigilante en un lugar inhóspito para que no volviese jamás, y, en última instancia, levantaba el puño dejando caer la arena porque sabía que el tiempo se le iba, que el punto y final de la obra de su vida reptaba hacia él, listo para devorarlo. Estaba solo; era un hecho.
        Así me pasé toda aquella jornada de verano, analizando y descomponiendo, tergiversando una existencia sobre la que creía tener control. Todo hasta que la víctima de mi implacable escrutinio decidió que había tenido suficiente playa por un día. Recogió sus cosas con una parsimonia mesurada y se fue en silencio, dejando tras de sí unas huellas difusas en la arena tibia del final de la tarde. Como mi principal fuente de entretenimiento se había ido y mi cuerpo me pedía permanecer en la hamaca hasta la llegada del ocaso, contemplé el mar. Tras unos segundos de mirada vacía, me vino a la cabeza cierta frase de un poeta, que decía, en resumidas cuentas, que cuando uno mira el mar, está mirando el reflejo de su alma, y, cual revelación, me di cuenta de que a lo mejor el que se había sentido muy solo y estaba solo en la playa era yo.


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